viernes, 26 de septiembre de 2008

Comunicancion

La escuela de ciencias de la comunicación de área de licenciatura realizaron el evento comunicanción relazado en el auditorium de Ingeniería en Homenaje a Carlos Juser. En el evento se obtuvo la presencia de los cantantes invitados como Alejandro Vidal el cual interpreto 3 canciones luego se tubo la presencia de D. Boy ex estudiante de la Escuela de Comunicación del cual tiempo atrás se nombraba con el nombre de Jhonny Style el interpreto 2 canciones en el estilo reggaeton y bachata

También se tubo la presencia de el grupo de tres hermanos llamados como Grupo Valdez los cuales interpretaron música acústica con una excelente interpretación de los hermanos.

Y por ultimo se obtuvo la presencia de Ana María Cerritos interpretando dos canciones mas…

Lo único malo de este evento fue primero las luces que al apargarlas en totalidad se, perdía la visión de los cantantes frente al publico ellos quedaron oscuros, luego problemas técnicos en el sonido, los micrófonos no funcionaron muy bien, ya que en medio del evento e interpretación de las canciones de los artistas hubo cambios de micrófonos…

En la forma estética, de el escenario estaba bien la forma en que estaba la cañonea la cual mostraba el logotipo de Comunicanción, la forma en que estaba distribuido los micrófonos, la posición de los invitados y los presentadores del evento.

En lo particular nos gusto la actividad y esperaremos que en un futuro se realicen mas eventos del cual se traigan a mas Cantantes nacionales y se siga comunicando los artistas que existen en Guatemala.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

CUENTOS

Aforismos

Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.
FIN

"A pesar de lo que digan, la idea de un cielo habitado por Caballos y presidido por un Dios con figura equina repugna al buen gusto y a la lógica más elemental, razonaba los otros días el caballo.
Todo el mundo sabe -continuaba en su razonamiento- que si los Caballos fuéramos capaces de imaginar a Dios lo imaginaríamos en forma de Jinete."

Cómo acercarse a las fábulas

Con precaución, como a cualquier cosa pequeña. Pero sin miedo. Finalmente se descubrirá que ninguna fábula es dañina, excepto cuando alcanza a verse en ella alguna enseñanza. Esto es malo.
Si no fuera malo, el mundo se regiría por las fábulas de Esopo; pero en tal caso desaparecería todo lo que hace interesante el mundo, como los ricos, los prejuicios raciales, el color de la ropa interior y la guerra; y el mundo sería entonces muy aburrido, porque no habría heridos para las sillas de ruedas, ni pobres a quienes ayudar, ni negros para trabajar en los muelles, ni gente bonita para la revista Vogue.
Así, lo mejor es acercarse a las fábulas buscando de qué reír.
-Eso es. He ahí un libro de fábulas. Corre a comprarlo. No, mejor te lo regalo: verás, yo nunca me había reído tanto.

Dejar de ser mono

EL espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa han descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos hispanoamericanos capaces de expresarse por escrito, réplicas quizá del mono diligente que a fuerza de teclear una máquina termina por escribir de nuevo, azarosamente, los sonetos de Shakespeare. Tal cosa, como es natural, llena estas buenas gentes de asombro, y no falta quien traduzca nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos que los compren, como antes compraban las cabecitas reducidas de los jíbaros. Hace más de cuatro siglos que fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos; ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.
El centenario

-...Lo que me recuerda ­dije yo­ la historia del malogrado sueco Orest Hanson, el hombre más alto del mundo (en sus días. Hoy la marca que impuso se ve abatida con frecuencia).
En 1892 realizó una meritoria gira por Europa exhibiendo su estatura de dos metros cuarenta y siete centímetros. Los periodistas, con la imaginación que los distingue, lo llamaban el hombre jirafa.
Imaginen. Como la debilidad de sus articulaciones no le permitía hacer casi ningún esfuerzo, para alimentarlo era preciso que algún familiar suyo se encaramara en las ramas de un árbol a ponerle en la boca bolitas especiales de carne molida, y pequeños trozos de azúcar de remolacha, como postre. Otros parientes le ataban las cintas de los zapatos. Otro más vivía siempre atento a la hora en que Orest necesitaba recoger del suelo algún objeto que por descuido, o por su peculiar torpeza, se le escapara de las manos. Orest atisbaba las nubes y se dejaba servir. En verdad, su reino no era de este mundo, y se podía adivinar en sus ojos tristes y lejanos una persistente nostalgia por las cosas terrenales. En el fondo de su corazón sentía especial envidia por los enanos, y se soñaba siempre tratando, sin éxito, de alcanzar los aldabones de las puertas y echando a correr, como en las tardes de su niñez.
Su fragilidad llegaba a extremos increíbles. Mientras iba de paseo por las calles cada paso suyo hacía temer, aun a los transeúntes escandinavos, un aparatoso desplome. Con el tiempo sus padres dieron muestras de ávido pragmatismo (que mereció más de una crítica) al decidir que Orest saliera únicamente los domingos, precedido de su tío carnal, Erick, y seguido de Olaf, sirviente, quien recibía en un sombrero las monedas que las almas sentimentales se creían en la obligación de pagar por aquel espectáculo lleno de gravitante peligro. Su fama creció.
Pero es cierto que no hay dicha completa. Poco a poco en el alma infantil de Orest empezó a filtrarse una irresistible afición por aquellas monedas. Finalmente, esta legítima atracción por el metal acuñado vino a determinar su derrumbe y la razón de su extraño fin, que se verá en el lugar oportuno. Barnum lo convirtió en profesional. Pero Orest no sentía el llamado del arte, y el circo sólo le interesó como fuente de dinero. Por otra parte, su espíritu aristocrático no resistía ni el olor de los leones ni que la gente le tuviera lástima. Dijo adiós a Barnum.
A la edad de diecinueve años medía dos metros cuarenta y cinco. Después vino un receso tranquilizador, y sólo a los veinticinco descubrió su estatura normal de dos cuarenta y siete, que ya no lo abandonó hasta la hora de la muerte. El descubrimiento se produjo así. Invitado a visitar Londres por un gracioso capricho de Sus Majestades Británicas, se dirigió al consulado de Inglaterra en Estocolmo para obtener la visa. El cónsul inglés, como tal, lo recibió sin mayores muestras de asombro, y aun se atrevió a preguntarle por sus señas particulares, y a dudar de que midiera dos metros cuarenta y cinco a la hora de hacer la filiación. Cuando el cartabón reveló que eran dos cuarenta y siete, el cónsul hizo el tranquilo gesto que significa ``Ya lo decía yo''. Orest no dijo nada. Se acercó en silencio a la ventana y desde allí, resentido, contempló durante largos minutos el mar agitado y el cielo azul en calma.
En adelante la curiosidad de los reyes europeos elevó sus ingresos. En poco tiempo llegó a ser uno de los gigantes más ricos del Continente, y su fama se extendió incluso entre los patagones, los yaquis y los etíopes. En aquella revista que Rubén Darío dirigía en París pueden verse dos o tres fotografías de Orest, sonriente al lado de las más encumbradas personalidades de entonces; documentos gráficos que el alto poeta publicó en el décimo aniversario de su muerte, a manera de homenaje tan merecido como póstumo.
De pronto su nombre descendió de los periódicos.
Pero a pesar de todas las maniobras que se han fraguado para mantener en secreto las causas que concurrieron a su inesperado ocaso, hoy se sabe que murió trágicamente en México durante las Fiestas del Centenario, a las que asistió invitado de manera oficial. Las causas fueron veinticinco fracturas que sufrió por agacharse a recoger una moneda de oro (precisamente un "centenario"') que en medio de su rastrero entusiasmo patriótico le arrojó el chihuahueño y oscuro Silvestre Martín, esbirro de don Porfirio Díaz.

El dinosaurio

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

El mono que quiso ser escritor satírico

En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.

El mundo

Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.

El salto cualitativo
-¿No habrá una especie aparte de la humana -dijo ella enfurecida arrojando el periódico al bote de la basura- a la cual poder pasarse?
-¿Y por qué no a la humana? -dijo él.
FIN
Epitafio encontrado en el cementerio Monte Parnaso de San Blas, S.B.

Escribió un drama: dijeron que se creía Shakespeare;
Escribió una novela: dijeron que se creía Proust;
Escribió un cuento: dijeron que se creía Chejov;
Escribió una carta: dijeron que se creía Lord Chesterfield;
Escribió un diario: dijeron que se creía Pavese;
Escribió una despedida: dijeron que se creía Cervantes;
Dejo de escribir: dijeron que se creía Rimbaud;
Escribió un epitafio: dijeron que se creía difunto.
FIN

Fecundidad

Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea.

Heraclitana

Cuando el río es lento y se cuenta con una buena bicicleta o caballo sí es posible bañarse dos (y hasta tres, de acuerdo con las necesidades higiénicas de cada quién) veces en el mismo río.
FIN

Historia fantástica
Contar la historia del día en que el fin del mundo se suspendió por mal tiempo.
FIN

Homenaje a Masoch
Lo que acostumbraba cuando se acababa de divorciar por primera vez y se encontraba por fin solo y se sentía tan contento de ser libre de nuevo, era, después de estar unas cuantas horas haciendo chistes y carcajeándose con sus amigos en el café, o en el cóctel de la exposición tal, donde todos se morían de risa de las cosas que decía, volver por la noche a su departamento nuevamente de soltero y tranquilamente y con delectación morosa ponerse a acarrear sus instrumentos, primero un sillón, que colocaba en medio del tocadiscos y una mesita, después una botella de ron y un vaso mediano, azul, de vidrio de Carretones, después una grabación de la Tercera Sinfonía de Brahms dirigida por Felix Weingartner, después su gordo ejemplar empastado Editorial Nueva España S.A., México, 1944, de Los hermanos Karamazov; y en seguida conectar el tocadiscos, destapar la botella, servirse un vaso, sentarse y abrir el libro por el capítulo III del Epílogo para leer reiteradamente aquella parte en que se ve muerto al niño Ilucha en un féretro azul, con las manos plegadas sobre el pecho y los ojos cerrados, y en la que el niño Kolya, al saber por Aliocha que Mitya su hermano es inocente de la muerte de su padre y sin embargo va a morir, exclama emocionado que le gustaría morir por toda la humanidad, sacrificarse por la verdad aunque fuese con afrenta; para seguir con las discusiones acerca del lugar en que debía ser enterrado Ilucha, y con las palabras del padre, quien les cuenta que Ilucha le pidió que cuando lo hubiera cubierto la tierra desmigajara un pedazo de pan para que bajaran los gorriones y que él los oiría y se alegraría sintiéndose acompañado, y más tarde él mismo, ya enterrado Ilucha, parte y esparce en pedacitos un pan murmurando: «Venid, volad aquí, pajaritos, volad gorriones», y pierde a cada rato el juicio y se desmaya y se queda como ido y luego vuelve en sí y comienza de nuevo a llorar, y se arrepiente de no haber dado a la madre de Ilucha una flor de su féretro y quiere ir corriendo a ofrecérsela, hasta que por último Aliocha, en un rapto de inspiración, al lado de la gran piedra en donde Ilucha quería ser enterrado, se dirige a los condiscípulos de éste y pronuncia el discurso en que les dice aquellas esperanzadas cosas relativas a que pronto se separarán, pero que de todos modos, cualesquiera que sean las circunstancias que tengan que enfrentar en la vida, no deben olvidar ese momento en que se sienten buenos, y que si alguna vez cuando sean mayores se ríen de ellos mismos por haber sido buenos y generosos, una voz dirá en su corazón: «No, no hago bien en reírme, pues no es esto cosa de risa», y que se lo dice por si llegan a ser malos, pero no hay motivo para que seamos malos, verdad muchachos, y que aun dentro de treinta años recordará esos rostros vueltos hacia él, y que a todos los quiere, y que de ahí en adelante todos tendrán un puesto en su corazón, con la final explosión de entusiasmo en que los niños conmovidos gritan a coro ¡viva Karamazov!; lectura que desarrollaba a un ritmo tal y tan bien calculado que los vivas a Karamazov terminaban exactamente con los últimos acordes de la sinfonía, para volver nuevamente a empezar según el efecto del ron lo permitiera, sobre todo que permitiera por último apagar el tocadiscos, tomar una copa final e irse a la cama, para ya en ella hundir minuciosamente la cabeza en la almohada y sollozar y llorar amargamente una vez más por Mitya, por Ilucha, por
Aliocha, por Kolya, por Mitya.
FIN

Humorismo

El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico.
En las guerras deja de serlo porque durante éstas el hombre deja de serlo. Dijo Eduardo Torres: "El hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la Creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo".
FIN

Imaginación y destino

En la calurosa tarde de verano un hombre descansa acostado, viendo el cielo, bajo un árbol; una manzana cae sobre su cabeza; tiene imaginación, se va a su casa y escribe la Oda a Eva.
FIN


La fe y las montañas

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.
FIN


La honda de David

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.
Pasó el tiempo

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.
Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.
FIN


La mosca que soñaba que era un águila

Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.

En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.

En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos.

Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.

FIN



La sirena inconforme


Usó todas sus voces, todos sus registros; en cierta forma se extralimitó; quedó afónica quién sabe por cuánto tiempo.

Las otras pronto se dieron cuenta de que era poco lo que podían hacer, de que el aburridor y astuto Ulises había empleado una vez más su ingenio, y con cierto alivio se resignaron a dejarlo pasar.

Ésta no; ésta luchó hasta el fin, incluso después de que aquel hombre tan amado y deseado desapareció definitivamente.

Pero el tiempo es terco y pasa y todo vuelve.

Al regreso del héroe, cuando sus compañeras, aleccionadas por la experiencia, ni siquiera tratan
de repetir sus vanas insinuaciones, sumisa, con la voz apagada, y persuadida de la inutilidad de su intento, sigue cantando.

Por su parte, más seguro de sí mismo, como quien había viajado tanto, esta vez Ulises se detuvo, desembarcó, le estrechó la mano, escuchó el canto solitario durante un tiempo según él más o menos discreto, y cuando lo consideró oportuno la poseyó ingeniosamente; poco después, de acuerdo con su costumbre, huyó.

De esta unión nació el fabuloso Hygrós, o sea “el Húmedo” en nuestro seco español, posteriormente proclamado patrón de las vírgenes solitarias, las pálidas prostitutas que las compañías navieras contratan para entretener a los pasajeros tímidos que en las noches deambulan por las cubiertas de sus vastos trasatlánticos, los pobres, los ricos, y otras causas perdidas.

FIN



La tela de Penélope o quién engaña a quién

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.

Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.

De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.
FIN


Míster Taylor

-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
-Buy head? Money, money.
A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor,
que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.

Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento.

Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.

Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.

De repente cesaron del todo.

Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero

Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer."
FIN


"Nulla dies sine linea"

-Envejezco mal -dijo; y se murió.
FIN


Nube

La nube de verano es pasajera, así como las grandes pasiones son nubes de verano, o de invierno, según el caso.
FIN



Pigmalión

En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar.
Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.

Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.
Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.

El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.

Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.

Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.
En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.
Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás.

Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.

Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.

A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.
FIN


Sinfonía concluida

-Yo podría contar -terció el gordo atropelladamente- que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un Leiermann* guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si así son el allegro y el andante cómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una polémica interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo -finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza- que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.


Te conozco mascarita

El humor la timidez generalmente se dan juntos. Tú no eres una excepción. El humor es una máscara y la timidez otra. No dejes que te quiten las dos al mismo tiempo.
FIN

OBRAS






OBRAS COMPLETAS

La crítica considera que Monterroso es un especialista en revisar, rescribir e incluso inventar géneros literarios, sin embargo, en esta recolección de cuentos, el autor se mantiene relativamente fiel a las características de este género. La originalidad de los mismos estriba, principalmente, en la ausencia de condicionamientos formales, artificio en el que inciden tanto la inscripción de abundantes elementos paródicos como la variedad en extensión de los mismos. En efecto, hay cuentos de una sola línea: «El dinosaurio», pero también los hay que presentan la forma de crónica (muy breve) como «El eclipse» y otros que inscriben la forma más o menos aceptada del cuento como «Mr. Taylor». Ahora bien, más allá de la falacia intencional que se pueda esperar de todo escritor, en el caso de Obras completas, el propósito de la obra (que inaugura con un título tan sorprendente las publicaciones del autor) se incluye en el texto mismo de cada cuento.
Los cuentos que componen Obras completas (1959) son de todos conocidos. «Mr. Taylor» retrata a un estadounidense capitalista perdido en el trópico que, con afán de hacerse más rico, organiza un negocio que consiste en cortar cabezas de nativos para llevarlas a museos de Estados Unidos. El negocio no sólo arrasa al país tropical, sino que además, lo conduce a él mismo a su propia muerte. Es un cuento evidentemente antiimperialista, muy alejado al realismo social todavía imperante en los años cincuenta. El autor ha confesado que lo escribió para responder a una necesidad de atacar al gobierno imperialista de Estados Unidos y a la United Fruit Company que por esas fechas intervino en Guatemala para derrocar el gobierno revolucionario de Arbenz.

En la misma línea se encuentra el titulado «Uno de cada tres», en el que la obsesión de los desesperados por contar sus tristezas a quienes se dejen escucharlos, desencadena una operación capitalista; en «El eclipse», el misionero Bartolomé Arrazola es sacrificado por confiar a ultranza en la ignorancia astronómica de los mayas; en «Sinfonía inconclusa» el descubridor de los dos movimientos finales de la sinfonía concluida admite, con amargura, la imposibilidad de corregir la historia; en «Leopoldo a sus trabajos», un escritor se estaciona perennemente en las formas más pueriles de la escritura, mientras pretende crear para la literatura un nuevo Quijote; en «Primera dama», su protagonista, con el pretexto de la caridad, cumple su sueño homicida al tiempo que destruye el poema de Rubén Darío; el cuento «La vaca», que se sostiene con el manejo de unos recursos lingüísticos sabiamente manejados, subvierte cualquier código formal respecto al género cuento y, por último, el cuento Obras completas, que cierra el volumen, contribuye a hacer de este final uno de los más originales de la literatura en lengua española.

En Obras completas se anuncian las constantes de la obra posterior de Monterroso: el origen literario de su imaginación; el intercambio entre humor y seriedad, que conllevan la trampa en la sonrisa; la relatividad de los valores morales; la parodia y la burla de los estereotipos; la inclinación por la brevedad en la escritura; la crítica del academicismo y la solemnidad; la presencia, aunque sólo anunciada, de los animales con comportamientos humanos y literarios. En suma, cabe destacar la originalidad de un autor que se lanza a la publicación de su primera obra con un titulo tan llamativo y sorprendente, pero que apunta un guiño inteligente y afectuoso a sus lectores, que lo seguirán, guiño tras guiño, a lo largo de su carrera literaria.


MOVIMIENTO PERPETUO


Es el tercer libro de Monterroso y se inaugura con una cita de Lope de Vega: «Quiero mudar de estilo y de razones», es decir, que el autor prosigue con su intención de no crear un modelo fijo de escritura y antes bien se proyecta en el devenir continuo de formas literarias que le permiten, sin embargo, tratar los temas que le interesan desde sus inicios en la literatura. Esta vez, el ensayo, en su variante de reflexión literaria, va a ser la forma predominante en Movimiento perpetuo (1972), si bien, esta obra, como indica su título es un oscilar imparable entre distintos géneros, porque como asegura su autor en el «Prefacio» el ensayo es cuento que, incluso llega a ser poema.


El autor deambula por cada uno de los textos que componen Movimiento perpetuo: en «Las moscas», «Es igual», «De atribuciones» y «Homenaje a Masoch» descubrimos una voz autocrítica, centrada en asuntos literarios y, a un tiempo, desmitificadora de cualquier quehacer intelectual, porque la visión intimista, cargada de ternura que envuelve a estos textos, contribuye a hacer de la escritura un juego catártico, una liberación a través de la parodia y la ironía que aniquila la vanidad de los autores. Y es que las moscas, volátiles y huidizas, efímeras aunque insistentes, dibujadas a lo largo de las páginas del libro y también comentadas en diferentes textos, son las auténticas protagonistas de esta obra al ser propuestas como objeto literario con diferentes valores simbólicos. La mosca, como detonante y motivo, propone al lector un viaje por la literatura universal al tiempo que posibilita el homenaje a distintos escritores que han incidido de una manera o de otra en la vida y en la obra de Monterroso: en «El informe Endimión», escritores como Rubén Darío y Porfirio Barba Jacobs son evocados de soslayo, mientras se apunta la admiración por Dylan Thomas; en «Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges» se anota que este escritor, a quien relaciona con Chesterton, Melville, Cervantes, Quevedo, Felisberto Hernández, Kafka, el cine y la novela policial, le interesa sobremanera.

Ahora bien, junto a los ensayos de reflexión literaria, se inscriben algunos dichos, aforismos, incluso una poesía quechua traducida al español y que tiene por objeto de inspiración a la mosca. Son textos muy breves que puntualizan la marca peculiar de Monterroso en cuanto a la escritura: «Te conozco, mascarita» habla de la timidez y del humor como rasgos de la personalidad del autor; «Homo Scriptor» y «Dejar de ser mono» aluden al talento, no siempre reconocido, de los escritores latinoamericanos; «Ganar la calle» y «Estatura y poesía» prefiguran y avanzan el próximo libro del autor, ya que inscriben frases de Eduardo Torres, el personaje literario de «Lo demás es silencio»; «Fecundidad» es un texto de una línea que ha suscitado encomiables comentarios entre la crítica y, paralelo a éste se anota «La brevedad», compendio de las premisas creadoras de Monterroso, quien, sin embargo, reconoce anhelar escribir textos larguísimos.
Por encima de todos ellos destaca el texto «Onís es asesino», que participa del experimento lingüístico, del juego fonético unido al manejo de conceptos abstractos, tan asiduo a la tradición literaria hispánica, pero que ha convertido a Monterroso en uno de los cultivadores por antonomasia del palíndromo. En conclusión: en Movimiento perpetuo el humor amargo se sostiene por el sabio manejo de recursos lingüísticos a la vez que por la inscripción de agudas y sutiles alusiones conceptuales. El cierre de la obra que revierte al comienzo de la misma es muestra, una vez más, de la originalidad de un autor que se resiste a quedar registrado en un modelo estable de escritura.

LO DEMAS ES SILENCIO

Se trata de la primera y única novela de Augusto Monterroso. Publicada en 1978, narra la vida de Eduardo Torres, sometido a una construcción apócrifa en la que destacan diversas textualidades, entre ellas: los testimonios de sus amigos y colegas, también el de su esposa, Carmen, que constituyen la primera parte de la novela. La segunda parte comienza con unos escritos del propio Torres, que incluyen ensayos de tipo académico sobre El Quijote, los problemas de la traducción, el análisis de un poema de Góngora y culminan con un «Decálogo del escritor», además de una carta de Torres a un editor muy conocido de una revista mexicana. Completan esta parte unos dibujos de animales para celebrar el día mundial del animal viviente, que se complementan con un ensayo titulado «De animales y hombres». Asimismo, en la segunda parte, se incluye una ponencia de Torres que enlaza con el «Decálogo del escritor» y versa sobre problemas en torno a la educación y la enseñanza de la literatura. La tercera parte consta de una selección de aforismos, dichos, refranes y apotegmas publicados en el suplemento dominical de El Heraldo de San Blas, ciudad en la que vive el doctor Torres. Concluye con un Addendum, que explica los procedimientos seguidos para la publicación de este libro que, en palabras de su propio autor, Eduardo Torres, constituye la biografía fragmentada de sí mismo. En «Punto final», Torres declara dejar plena libertad a los lectores para juzgar su obra, una obra que no pretende competir con la de otros sabios hispanistas, aunque sí asegura, que ofrece la posibilidad de suscitar la polémica y las envidias. Como consecuencia, queda retratado en múltiples y fragmentarias facetas, un personaje ficticio, inexistente, pero verosímil y posible; un personaje ambiguo, porque se representa como estúpido e inteligente al mismo tiempo, también sagaz y meticuloso, observador y erudito, brillante y simple. Sin duda, para Monterroso, Eduardo Torres es un dispositivo, tan eficaz como en su día lo fueron las fábulas, pergeñado con el fin de elaborar y expresar una sátira mordaz contra los engaños del mundo intelectual, además de atacar la estupidez humana y reflexionar sobre temas un tanto eruditos, sin caer en la pedantería libresca, todo ello envuelto en la ironía más sutil a la par que en la sencillez léxica más sofisticada.

¿Quién es en realidad el Dr. Torres? ¿Es el alter-ego de Augusto Monterroso? En a novela aparece como un hombre ya maduro, casado, con hijos también casados; aunque el escritor provinciano es una gloria local, lo más sorprendente, es que goza de mucho poder en el mundo editorial y literario. Si bien la vida privada del autor queda detallada minuciosamente —de manera que se nos dan detalles de su carácter en tanto que esposo, padre o amigo— lo que llama la atención de los lectores, en definitiva, es la faceta ambigua, doblemente irrisoria de una entidad literaria muy curiosa, que interesa por el modo en que está construida. Sabido es que a Monterroso hay que leerlo con las manos en alto, y como esta novela es una crónica burlesca de la coherencia imaginativa ejercida sobre el oficio de escritor, tenemos que acordar que el autor Monterroso construye una autobiografía ficticia de sí mismo con agudeza, ingenio, originalidad, y también con sentido del humor. Para que el lector la deconstruya y la haga suya.


EL VIAJE AL CENTRO DE LA FABULA

Editada por primera vez en 1981 en la UNAM, y reeditada en 1982 en la editorial Martín Casillas y en 1989 en la editorial Era —que sirve de punto de referencia para esta reseña— la obra es un compendio de entrevistas realizadas por diversos críticos y profesores a Augusto Monterroso. En la «Presentación» del libro, Jorge von Ziegler asegura que se trata de un epílogo y un comentario de su obra primera, ya que de los nueve diálogos que contiene, el primero data de 1969 y el último, de 1982; es decir, exploran el pasado de Obras completas y La oveja negra y son coetáneos de Movimiento perpetuo y Lo demás es silencio. Monterroso aludía a esta publicación en una página de su Diario que data de 1984. Cuando una periodista le propone hacerle una entrevista, el autor se niega porque asegura «ya son demasiadas entrevistas, tengo un libro publicado de ellas».

El caso es que se siguieron publicando libros de entrevistas, siempre para comentar, explicar y valorar su, por él mismo reconocida, «escasa obra literaria». Los diálogos de Viaje al centro de la fábula son sinceros, honestos, esclarecedores de una trayectoria vital y profesional excepcional, hasta el punto de que parte de la crítica ha sugerido hacer de la entrevista un género literario particular y exclusivo de Monterroso.
A lo largo de distintas entrevistas con otros tantos estudiosos de su obra, descubre aspectos personales e íntimos en relación con su escritura y la repercusión de sus obras en los ambientes académicos e intelectuales. En algunas se tratan sus inicios en la lectura, allá por los años treinta, cuando el joven trabajaba en una carnicería en Guatemala y descubre la necesidad de leer a los clásicos y después a los modernos, con el fin de subsanar, según él, su ignorancia. En otras, el autor se confiesa en asuntos estrictamente literarios, referentes a la forma, al ritmo, a la cosmovisión que permea su literatura. Respecto a su supuesto conocimiento del mundo animal, Monterroso declara con honestidad que sus observaciones provienen de sus paseos por distintos parques zoológicos; no obstante, afirma que es mal lector de novelas y que los géneros colindantes con la biografía, tales como los diarios, memorias y crónicas de viaje, lo colman de felicidad. Otros diálogos dejan entrever de soslayo, porque nunca hay afirmaciones exentas de ambigüedad, las opiniones del autor en torno a los fines sociales y políticos de la literatura. Para el autor, lo personal es político, aunque, asegura, no es tan evidente en su caso. Hay continuas preguntas en torno a su preferencia por la brevedad en la escritura, a las que responde que no recomienda a nadie decantarse por la brevedad a la hora de hacerse escritor.
De manera que Viaje al centro de la fábula se presenta como un texto, a la vez que pretexto, para conocer al autor. Lo cierto es que lo descubre sólo a medias, y en todo caso lleno de ambigüedades y dobleces; sabido es que hay que leerlo entre líneas y como ejemplo anoto esta afirmación esgrimida para liberarse de cualquier afán por ser reconocido como intelectual: «La inteligencia no me interesa mucho. El hombre, tan fallido, en su capacidad organizativa, en su capacidad de comprensión, me da lástima. Yo me doy lástima. Pero siento que hay que ocultarlo y por eso muchos de mis personajes están disfrazados de moscas, perros, jirafas, o simples aspirantes a escritores.» (pág. 96). En cualquier caso, el autor nos captura por su genial sencillez.


LA PALABRA MAGICA

Este mosaico de textos publicado en 1983, cuidadosamente ilustrado a todo color por la editorial Era, incluidos los 23 dibujos de Monterroso, contribuye a afirmar el carácter ecléctico y polifacético del autor guatemalteco. Como inicio, se inscribe una cita de un erudito romántico alemán, Joseph Freiherr von Eichendorff, que vivió entre los siglos XVIII y XIX, y que dice así: «Es preciso encontrar la palabra mágica para elevar el canto del mundo».

Con la finalidad de plasmar la magia del lenguaje, Monterroso escribe «Las muertes de Horacio Quiroga», «Recuerdo de un pájaro», «Novelas sobre dictadores», «Lo fugitivo permanece y dura» e «In illo tempore», textos que entran dentro del género del ensayo crítico y académico. En ellos se analiza y dirime una o varias facetas de la obra de autores importantes de las letras hispanas. El primero de los citados alude a la trágica vida del escritor Horacio Quiroga, quien escribió cuentos inigualables en la literatura universal; el segundo evoca los encuentros y vivencias con Ernesto Cardenal en 1944 en Ciudad de México, cuando el poeta y sacerdote nicaragüense todavía no se había metido en política y escribía versos sobre cine y bellas actrices; el tercero apunta reflexiones sobre excelentes autores como Miguel Ángel Asturias, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier, José Donoso y Augusto Roa Bastos, entre otros, los cuales contribuyeron con sus obras sobre dictadores hispanoamericanos a engrandecer la literatura en lengua española. Monterroso señala que don Ramón del Valle Inclán sería el precursor y padre de todos ellos; el cuarto ensayo dirime e indaga sobre las fuentes que Quevedo pudo haber consultado en su época de escritor del famoso soneto que se inicia con el verso «Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!»; el quinto texto argumenta distintas tesis en torno a la aceptación del escritor argentino Jorge Luis Borges como escritor universal. Para Monterroso, los cuentos de Borges son la prueba de que la literatura hispanoamericana está en el nivel más alto respecto al resto de literaturas del mundo.
Otros textos de los que se compone La palabra mágica como «Llorar orillas del río Mapocho» y «La cena» relatan anécdotas íntimas y personales del autor, quien, por otro lado, dedica en el titulado «Los escritores cuentan su vida», sustanciosas y ambiguas líneas para dirimir la importancia, necesidad o exigencia que sienten los autores, conocidos o no, de publicar detalles autobiográficos. La magia de las palabras se persigue, además, en varios textos exclusivamente versados en asuntos literarios como «La autobiografía de Charles Lamb», y «William Shakespeare», trabajos que reflejan una investigación detallada y minuciosa de un apasionado por la búsqueda de detalles minuciosos en torno a la vida de los escritores más versátiles; búsqueda que, por otra parte, llevó a cabo en las diversas bibliotecas que tanto gustó recorrer y consultar en sus numerosos desplazamientos geográficos.
Aparte de algunas sentencias inscritas aquí y allá a lo largo de las coloreadas páginas de la original edición y que remiten a autores tan dispares como Terenciano Mauro, Sören Kierkegaard, o Thomas de Quincey, entre otros, se inscriben dos textos muy cercanos al género cuento: «De lo circunstancial o lo efímero» y «Las ilusiones perdidas»: ambos tienen como común denominador la inscripción de la magia que supone la creación poética sobre la página en blanco.





LA LETRA E


En La letra e (fragmentos de un diario) (1987), Monterroso brinda a sus lectores la posibilidad de recuperar y compartir con él algunos momentos importantes de su vida entre 1983 y 1985. La obra participa del impulso autobiográfico propio de un género al que el autor había hecho alusiones concretas en obras anteriores. En La palabra mágica había reflexionado de forma ambigua ante la proliferación de escritores que contaban su vida, si bien señalaba que «sólo la forma de contarlo diferencia a los buenos escritores de los malos»; en Lo demás es silencio, se inscribía la biografía de un personaje ficticio, el escritor Eduardo Torres, de manera que, a sabiendas de la afición de Monterroso por experimentar en cuanto a formas literarias abiertas a nuevas necesidades de expresión, La letra e resulta ser la obra apropiada con la que se descubre en carne y hueso, tanto en lo personal como en lo profesional, ante sus lectores.
Pero, ¿llegamos a conocer, de verdad, a Monterroso a través de los fragmentos que componen La letra e? Está claro que en estas páginas no se revela un Monterroso único ni homogéneo, sino que, al contrario del yo absoluto que marca el relato autobiográfico, en La letra e, se apunta un yo plural y heterogéneo, gracias a la particular forma de presentarse: en todo momento necesita compartir y apoyar sus experiencias y reflexiones en los otros y, en último término, en los propios lectores.
Ahora bien, La letra e descubre a Monterroso en múltiples facetas, bien en relación con los espacios privados e íntimos, bien en relación con los públicos: se emociona antes las más pequeñas manifestaciones de la naturaleza, como un pájaro, una ola, un árbol; siente miedo ante una nueva publicación suya; adora viajar a ciudades en las que encuentra huellas de sus escritores preferidos, como París por Cortázar y Viena por Kafka; se siente feliz cuando recibe el Premio Villaurrutia en México; se enoja ante las críticas perversas hacia su obra; se intimida cuando tiene que presentarse ante el público para hablar de sus obras; odia las entrevistas; envidia a los escritores que tienen más éxito que él; ama a José Martí, a Centroamérica y a todo lo latinoamericano; defiende a los escritores comprometidos con las causas sociales y ataca el imperialismo norteamericano que abusa de los países del Tercer Mundo; participa como jurado en la concesión de diversos premios literarios y se siente angustiado ante la responsabilidad de ser justo; confiesa que un diario no tiene porqué revelar el verdadero «ego de un autor»; critica ciertas adaptaciones literarias clásicas para la literatura infantil; revela tener sentimientos de inferioridad, se muestra irónico ante sus propias confesiones en este diario de viaje; se muestra inflexible ante la hipocresía humana y desconfía de los elogios, aunque le suenen bien; le angustia escribir, al tiempo que le asalta la tentación de dejar esta tarea; le gustan las reuniones con los amigos, viajar en tren, ir a librerías donde puede adquirir buenos libros; le apasiona la música clásica; admira a Luis Cardoza y Aragón, también a Borges y a Cortázar, entre otros escritores latinoamericanos.
En suma, La letra e está escrito con la E de la estética más familiar a Monterroso, vale decir, la fragmentaria, la breve, la concisa, pero no por ello menos intachable, depurada y bella. También está escrito con la E de la ética monterrosiana: la de mostrarse desnudo, como escritor, ante sus lectores, para retarlos a que lo acepten, tal cómo él es, para siempre.
LA VACA

En Viaje al centro de la fábula, en 1981, Monterroso manifiesta su predilección por el ensayo breve e informal a la hora escribir. Tal afirmación queda corroborada con la publicación en 1998 de La vaca, una miscelánea de ensayos que tienen como denominador común el escribir propio y el ajeno, que es, por cierto, como ya es sabido por sus lectores, una constante en la obra de Monterroso. En este sentido, se hace eco de los postulados de Edward Saïd, quien retoma las propuestas de Giovanni Battista Vico, acerca de la repetición como modo de representación, y asegura que la repetición restaura el pasado al investigador, además de insertarlo en una línea de afiliación genealógica, en cualquier campo de la expresión.
La vaca (1998), sugiere múltiples resonancias textuales, tanto de los autores que Monterroso admira como de sus propias y anteriores obras: en título de esta obra remite a un cuento que escribió en Chile en 1954 y que luego publicó en Obras completas (y otros cuentos) en 1959; pero también restaura la primera vaca que se convierte en símbolo literario: se trata de la protagonista de un cuento de Leopoldo Alias Clarín, titulado «Adiós, cordera», que lo conmovió enormemente en su adolescencia; siguiendo con otras evocaciones de la vaca como objeto literario, menciona la de Rubén Darío, la de la fábula de Fedro, la del poeta Esenin y concluye con la vaca de Maiakosvski que da cornadas a la locomotora como imagen de ruptura, de apertura a nuevas formas de representación, pero que, inevitablemente evocan afiliaciones o sus contrarios. No hay mejor símbolo de innovación y originalidad, partiendo de la repetición, que la de apuntar a la vaca como título de una recolección de ensayos.
Prosiguiendo con su interés por las genealogías y afiliaciones literarias, Monterroso escribe a partir de otros textos, los de sus coetáneos, vale decir, Luis Cardoza y Aragón, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Pedro Henríquez Ureña, o Juan Carlos Onetti, a quienes dedica sendos ensayos. En estos ensayos diserta sobre las que considera sus influencias literarias más notables: los clásicos latinos, los cronistas y Cervantes, entre los autores del pasado, Oscar Wilde, Italo Calvino y Julian Barnes, entre los contemporáneos; dos textos son especialmente recomendados por él a los lectores: se trata de las escuetas biografías de Desiderio Erasmo y de Tomás Moro, que confiesa haber traducido con delectación.
Monterroso afirma sus afiliaciones literarias por medio del artificio de la repetición, término que los académicos relacionan con el conocido como campo intertextual, y lo hace para desplegar su propio imaginario y hacer de los textos anteriores un homenaje a la fecundidad en la escritura, si bien La vaca se inaugura con un paradójico epígrafe de Mallarmé: «Toda abundancia es estéril». Sin duda, en Monterroso la escritura se manifiesta como paradoja, por un lado en tanto que fuerza creativa y poderosa, por otro lado en tanto que temor y angustia ante la desconfianza del propio hecho de la creación literaria. Para terminar, quiero destacar el texto titulado «Influencias» donde el autor declara abiertamente que las ha tenido desde muy joven y que se entrega cada día, con respeto, a la aprobación de las mismas, porque, en definitiva, reconocer sus influencias es un acto de conocimiento y de aceptación de sí mismo como creador.

LOS BUSCADORES DE ORO


En las primeras páginas de Los buscadores de oro (1998), la voz narrativa declara: «hoy, dieciocho de mayo de 1988, dos años más tarde, en la soledad de mi estudio en la casa número 53 de Fray Rafael Checa del barrio de Chimalistac, San Ángel, de la Ciudad de México, a las once y quince de la mañana, emprendo la historia que no podía contar in extenso aquella tarde primaveral e inolvidable de la Toscaza» (pág.12). De manera que Monterroso se dispone a enfrentarse, esta vez definitivamente, a la tarea de reconstruir su vida, es decir, a retornar una y otra vez al centro evasivo de una identidad enterrada en el inconsciente, hecho que constituye la escritura autobiográfica. Monterroso advierte, sin embargo: «Mi interés por las genealogías es nulo.

Por línea inglesa directa todos descendemos de Darwin». Una afirmación que contradice la recuperación detallada de sus ancestros: sus abuelos, sus padres, sus hermanos, sus tíos, sus primeros maestros; junto a ellos, la evocación emocionada y nostálgica de una serie de personajes que frecuentaban la casa paterna, «toreros, prestidigitadores, cantantes, magos o pintores, la mayoría fracasados y nostálgicos de éxitos imaginarios del pasado, pero al fin artistas» (pág. 107).

Ellos fueron los que dirigieron los pasos del niño hacia los territorios de la creación literaria.
Las diversas metáforas con las que Monterroso conforma su yo antinormativo y antitotalitario, son, en cierto modo, la inscripción del deseo del autor por desentrañar lo conocido hurgando en lo desconocido, base psicológica del proceso metafórico en relación con la escritura autobiográfica.

El escritor es imaginativo, construye imágenes y, de este modo, realiza el salto metafórico que une el presente al pasado. Monterroso se hace presente tal como se imagina en el momento que recuerda por medio de imágenes simbólicas o de metáforas imagísticas y, en este sentido, dos de ellas destacan sobre las demás: la de la ensoñación y la del exilio perpetuo.
En el capítulo II se anota un sueño del autor, que bajo los efectos de la fiebre, se identifica como uno de los tres niños buscadores de oro, una premonición de los viajes, las exploraciones, las aventuras que aguardan al niño que vive al lado de ese río portador de riquezas inconmensurables. Junto a la metáfora de la ensoñación, que posibilita la idealización de la infancia, destaca otra de tonos más dramáticos: la del «exilio perpetuo», que ha sido considerada como una especie de guía ética para cualquier creador que se ve obligado a vivir fuera de su lugar de origen. Monterroso desmitifica con ironía su condición de exiliado cuando afirma que nunca se ha sentido extranjero ni en Centroamérica ni en otro lugar, y asegura que no tiene raíces, que no es una planta y que para él, como escritor, ser ciudadano del planeta tierra es lo esencial.

El libro termina con una visión del autor al cumplir los quince años: unos negros zopilotes vuelan por entre las nubes inmaculadas y tranquilas de Tegucigalpa, de manera que plasman, de forma metafórica, la tristeza con la que el autor se despide de su infancia, pues la infancia ha dominado esta autobiografía que subvierte la norma y la disciplina inherentes al género. No en vano, culmina el relato de su vida al cumplir los quince años. Lo que no deja de ser un reto al lector y a la literatura.

PAJAROS DE HISPANOAMERICA

En una entrevista concedida al diario mexicano La Jornada, el 18 de abril de 1996, Monterroso disertaba acerca de los diferentes animales humanizados en sus fábulas y se le preguntaba qué animal, de los no incluidos, le habría gustado tratar. El autor contestaba que el lobo y añadía con su característico humor, evocando a Leibniz: «por aquello de que el hombre es el lobo del hombre». Lo contrario de esta afirmación se plasma en el último libro publicado por el autor guatemalteco, Pájaros de Hispanoamérica (2002). En efecto, este volumen recoge treinta y siete textos que plasman otros tanto retratos (incluido el suyo propio) de treinta y seis escritores latinoamericanos coetáneos suyos para rendirles un homenaje de admiración y de amistad.

Escritores convertidos en pájaros por obra y gracia de la hermosa metáfora, que Monterroso confiesa haber extraído del maravillosos texto precolombino Popol Vuh, que preside el volumen y dice: «Y sus hermanos mayores se admiraban de ver tantos pájaros». A propósito de esta recolección de textos biográficos señala en el «Prólogo»: «Los pájaros que aquí aparecen fueron atrapados por mí en momentos muy diferentes de mi vida y de sus vidas, con mi pluma como único testigo. Teniéndolos enjaulados en diversos libros en los que conviven con especies de otros continentes con las que se entienden bien y a veces mal, quiero ahora ponerlos en un mismo recinto, en el cual, si no libres, estarán por lo menos con los suyos, sin saber si todavía así aceptarán vivir juntos, cosa difícil entre volátiles de diferentes géneros y aun del mismo».
De manera que Monterroso se afilia, esta vez definitivamente, a una genealogía de personajes que tras tener en común las mismas raíces geográficas y culturales, también participan de la misma empresa que la especie de los pájaros: todos ellos escriben y, en sus palabras, cantan, vale decir, engrandecen la literatura en lengua española y también la universal con la magia de sus palabras, de sus textos, de su tarea creadora. Comienza la selección de retratos con el de Ernesto Cardenal, a quien precisamente, el autor había evocado en La palabra mágica en un texto que llevaba por título «Recuerdo de un pájaro» y que evocaba al poeta nicaragüense como un pájaro tropical, exótico, brillante e inteligente, predispuesto a cantar las bellezas, pero también las tristezas de la vida en su obra.

A este le siguen otros pájaros, unos muy famosos y conocidos por sus cantos, otros menos, porque se han quedado en la antesala de la fama literaria. Entre los primeros: Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, César Vallejo, Luis Cardoza y Aragón, José Emilio Pacheco, y Juan Carlos Onetti; entre los segundos, Manuel Scorza, Ninfa Santos, Rubén Bonifaz Nuño, José Coronel Utrecho, René Acuña, Adam Rubalcava, Tarcisio Herrera Zapién y Carlos Illescas, por mencionar algunos.

CRONOLOGIA

Acontinuacion se anotan las fechas que aluden a los hechos más notables de la vida de Augusto Monterroso, tanto los que marcaron su vida personal como los que incidieron en su quehacer como escritor.
La cronología se ha dividido en tres periodos que refieren acontecimientos clave de la vida, el contexto sociopolítico y la obra del escritor.

1921-1956

La infancia del escritor, su formación como lector autodidacta y su participación en la vida cultural y política de Guatemala, que provoca su salida hacia el exilio en 1944 y hasta 1956, en que se estableció definitivamente en México, para luego vivir en otros países latinoamericanos como Bolivia y Chile, donde se inició como escritor.

1957-1972
La impactante llegada de Monterroso a las editoriales y al mundo literario con las publicaciones Obras completas (y otros cuentos) en 1959, La oveja negra y demás fábulas en 1969 y Movimiento perpetuo de 1972.

1973-2003
El reconocimiento público nacional e internacional, a raíz de publicaciones como Lo demás es silencio (1978), La letra e (1987), Los buscadores de oro (1993), y La vaca (1998); recibe numerosos homenajes y premios que avalan su quehacer literario. Es la etapa también en la que finalizan su exilio, en 1996, y su vida, en el 2003 en Ciudad de México.

FABULAS

La Oveja negra
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en los sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.





Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.
Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte y ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.






—Es cierto —dijo mecánicamente el hombre, sin quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno—; en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve.







En la Selva vivía hace mucho tiempo un Fabulista cuyos criticados se reunieron un día y lo visitaron para quejarse de él (fingiendo alegremente que no hablaban por ellos sino por otros), sobre la base de que sus críticas no nacían de la buena intención sino del odio.
Como él estuvo de acuerdo, ellos se retiraron corridos, como la vez que la Cigarra se decidió y dijo a la Hormiga todo lo que tenía que decirle.








Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido acepto que ya nada podría salvarlos. La selva poderosa de Guatemala lo había opresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de si mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intento algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en el una idea que tuvo por digna de su talento y de si cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.
Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo mas intimo, valerse de ese conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y espero confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.








La Rana que quería ser una rana auténtica

Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.

Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.




El Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio

Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.







La Tortuga y Aquiles

Por fin, según el cable, la semana pasada la Tortuga llegó a la meta.
En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su contrincante le pisó todo el tiempo los talones.


En efecto, una diezmiltrillonésima de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó Aquiles.





BIOGRAFIA

Augusto Monterroso Bonilla nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa. Hijo de la hondureña Amelia Bonilla y del guatemalteco Vicente Monterroso, pasó su infancia y juventud en Guatemala; después, en septiembre de 1944, llegó como exiliado político a Ciudad de México, donde se estableció y donde desarrolló, prácticamente, toda su excepcional vida literaria. En Los buscadores de oro, sus memorias, habla con cariño de sus años infantiles entre Honduras y Guatemala, al tiempo que reconoce dos hechos: el primero, haber elegido la nacionalidad guatemalteca al hacer uso, simple y llanamente, de su libertad; el segundo, sentirse plenamente centroamericano, con las múltiples connotaciones que esto implica. Monterroso se crió y educó en el seno de una familia muy liberal, en la que se leía y se frecuentaba a los intelectuales, artistas, toreros y músicos de la época, no sólo centroamericanos, sino también hispanoamericanos e incluso españoles.






De clara inclinación autodidacta, confesó que ya a la edad de 11 años, motu proprio, abandonó la escuela y se puso a leer y aprender diversas disciplinas, entre ellas la música, primero con un profesor pagado por su padre; más tarde, por su cuenta y riesgo. En 1936, la familia se instala definitivamente en Ciudad de Guatemala; al año siguiente Monterroso se adentra en actividades literarias y funda la Asociación de artistas y escritores jóvenes de Guatemala, conocida como la «Generación del cuarenta». En 1941 publica sus primeros cuentos en la revista Acento y en el periódico El Imparcial, mientras trabaja clandestinamente contra la dictadura de Jorge Ubico.
En el exilio moviliza a la opinión pública en contra del dictador y tras la caída de éste, funda con otros escritores el diario El Espectador. Finalmente, es detenido ese mismo año por orden del general Federico Ponce Valdés, por lo que pide asilo en la embajada de México. Durante su prolongada estancia en este país mantiene una intensa actividad en torno a la Universidad Nacional Autónoma de México, donde entabla amistad con los escritores e intelectuales de este país.
En 1952 publica en México «El concierto» y «El eclipse», dos cuentos breves que lo iniciarán en su quehacer como escritor. Posteriormente, al ser nombrado cónsul de Guatemala en La Paz, se traslada a Bolivia, pero cuando es derrocado Jacobo Arbenz con la ayuda de la intervención norteamericana, renuncia a su cargo y viaja a Santiago de Chile donde publica en el diario El Siglo el cuento «Míster Taylor», escrito en La Paz, en el que ironiza sobre la intervención norteamericana en el país andino. En 1956 regresa definitivamente a la Ciudad de México donde ocupa diferentes cargos relacionados con el mundo académico y editorial.
La publicación, en 1959, de Obras completas (y otros cuentos), su primer libro, lo da a conocer internacionalmente sobre todo por el relato «El dinosaurio», el más breve de la literatura hispanoamericana, y que ha suscitado hasta el día de hoy numerosos elogios y alabanzas, por la modestia y la humildad que caracterizaron la existencia del autor guatemalteco. Después, en 1969, vendrá La oveja negra (y demás fábulas), que lo catapulta al reconocimiento más amplio y definitivo. Ese mismo año, se hace cargo del Taller de Cuento de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, así como del Taller de Narrativa del Instituto Nacional de Bellas Artes; ambos talleres desempeñaron un papel de capital importancia en la formación de algunos de los más conocidos escritores mexicanos de la actualidad; también, en lo personal, significaron un cambio importante en la vida de Monterroso, ya que en octubre de 1970 participaba en uno de los talleres Bárbara Jacobs, hoy reconocida escritora mexicana, que se convertiría en su esposa en 1976.
En 1972 se publica Movimiento perpetuo, considerado por la crítica mexicana como el mejor libro del año. Tras su publicación se suceden continuos viajes tanto por el continente americano como por el europeo. En 1975 se le concede el Premio Javier Villaurrutia; en 1978, siguiendo con su impulso de dejar tiempo suficiente entre publicación y publicación sale a la luz la única novela del autor: Lo demás es silencio (La vida y la obra de Eduardo Torres).
Mientras tanto, se van sucediendo distintas ediciones de sus primeros libros, nuevas publicaciones, como Viaje al centro de la fábula, entrevistas y conversaciones con distintos escritores y críticos literarios, y el fantástico La palabra mágica, diseñado para la editorial Era por Vicente Rojo, libro que incluye ilustraciones y dibujos suyos. En La letra e. Fragmentos de un diario, de 1987, Monterroso se desnuda en lo personal y en lo profesional ante sus lectores, siempre cómplices.
Así, discretamente, paso a paso, sin prisas pero sin pausas, Monterroso se fue haciendo un lugar más que respetable en las letras hispánicas.
En 1992, aparece Antología del cuento triste, una recolección de bellos cuentos, llevada a cabo junto a su esposa Bárbara Jacobs. Al año siguiente se publica Los buscadores de oro, biografía que rompe los moldes de este género, ya que, no en vano, en ella el autor termina de contar su vida cuando cumple los quince años. Destacan en las páginas de este libro la evocación nostálgica y emotiva de una infancia rodeada de bohemia, de música, de libros, pero también de problemas económicos, de angustias familiares y de anuncios de muerte, todo lo cual contribuye a que la infancia de su autor concluya a una edad muy temprana.
La década de los noventa le traerá más premios y distinciones honoríficas, como la investidura de doctor honoris causa por la Universidad de San Carlos de Guatemala, la Orden Miguel Ángel Asturias y el Quetzal de Jade Maya, de la Asociación de Periodistas de Guatemala; y en México, el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.
En el año 2000 se le concede el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por su brillante carrera literaria. Viaja a España para participar como invitado en las jornadas «Siete mil personajes en busca de autor» en 2001, dentro de los Cursos de Verano que la Universidad Complutense organiza en El Escorial; y, de nuevo, vuelve en el 2002 para recoger el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Mientras, pese a sus problemas de salud, trabaja sin descanso en la recopilación de los textos que saldrán a la luz en agosto de 2002, en México, y que componen el libro Pájaros de Hispanoamérica, un tributo de amistad y admiración a sus coetáneos escritores.
Hasta su muerte, acaecida en Ciudad de México en la noche del 8 de febrero de 2003, estuvo trabajando en la segunda parte de sus memorias, que comprenden desde los 16 hasta los 22 años de edad.
Pese a su intención de hacerse invisible, Monterroso refleja las huellas luminosas de un talento y una modestia excepcionales. Querido Tito, muchas gracias por tus maravillosos libros y por tu amistad.